Marta nació en Ucrania 13 años después del mayor accidente nuclear de la Historia. Le han contado lo que ocurrió, ha visto las imágenes, pero no llega ni a imaginarse la magnitud de la catástrofe. Su organismo, sin embargo, podría haber sufrido las secuelas si Ángel y María no se hubiesen cruzado en su camino.
Como ella, cada verano llegan a España decenas de niños de las zonas de Ucrania y Bielorrusia más cercanas a la central. Han crecido en una tierra manchada de radiación y, aunque el accidente les suena a pasado, el suelo que pisan y los alimentos que ingieren siguen marcados por el desastre. «Hay una zona de exclusión alrededor de la central en la que no se recomienda vivir, pero hay otras áreas que sí están habitadas y en las que persiste la contaminación, sobre todo por yodo 131 y cesio 137, los isótopos más ligeros y que mejor pudieron desplazarse. Allí la contaminación se ha incorporado al suelo y a los terrenos del cultivo, de donde pasa cada día a la cadena alimenticia», explica Miguel Zafra, pediatra del hospital de Fuenlabrada de Madrid y especialista en tratar a estos niños cuando llegan a España.
La vida en sus países no es fácil. Los expertos señalan que la explosión en la central contribuyó a dejar poblaciones deprimidas, en las que las enfermedades y las lacras sociales como el alcoholismo son el pan de cada día. El sueldo medio no supera los 100 euros mensuales, lo que impide a la mayoría de las familias comprar alimentos importados; tienen que abastecerse de lo que produce esa tierra contaminada. Las complicaciones se disparan en las zonas rurales, menos controladas por unos gobiernos y organismos internacionales que respondieron los años siguientes al accidente, pero que han centrado ya su atención en otros puntos del planeta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario