Ha pasado ya una semana desde el terremoto que conmovió Japón y provocó la alerta nuclear en el país asiático. Medio mundo mira con preocupación a la planta atómica de Fukushima e intenta entender qué ocurre en esa instalación convertida en un foco de radiactividad. Pero por complejo que parezca lo que ocurre, puede explicarse de forma simple. La mayoría de los problemas de Fukushima son de fontanería. Puede sonar como una ligereza, pero no hay mejor forma de explicarlo.
Debido a la cadena de accidentes tras el terremoto, la central perdió la corriente eléctrica y el control del suministro de agua. Dejó de funcionar el circuito de tuberías y bombas que distribuye un agua que es esencial para mantener refrigeradas dos fuentes de alta radiactividad: el combustible del núcleo de los reactores y los residuos que se almacenaban en la parte alta del edificio de los propios reactores.
Recuperar el uso de esa fontanería y devolver el suministro eléctrico a la planta para accionar el bombeo es la clave para evitar que esos materiales se calienten más, se degraden y aumenten la emisión de vapores y gases radiactivos a la atmósfera. De momento ya lo están haciendo, y hay altas dosis, de hasta 400 milisieverts / hora (equivalente a 400 veces lo recomendable al año) en torno a los reactores 3 y 4.
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